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El gran Gatsby: Cuando el reloj se cae

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The loneliest moment in someone’s life is when they are watching their whole world fall apart, and all they can do is stare blankly

Atención: se revelan algunos detalles del argumento

“Es invariablemente triste mirar a través de nuevos ojos las cosas a las que uno ha extendido su capacidad de adaptación” asegura Nick Carraway. En esa frase, como en tantas otras de El gran Gatsby, la eterna obra de F. Scott Fitzgerald, se entrecruzan todas las aristas de la historia de un hombre – el Gatsby del título, cuyo “gran” adjetivo calificativo es solo una de las múltiples ironías del autor a lo largo del relato – de sueños incorruptibles, ese idealista que engloba todas las cualidades del ser autosuficiente, del self-made man que se fue haciendo camino a su paso. Retomando la frase de Nick, nos encontramos con un observador pero, y por sobre todo, con una persona que va construyendo, que va decodificando a medida que le toca ser parte de las experiencias (aunque él mismo asevere que no está ni dentro ni fuera de las situaciones); y al mismo tiempo con un escritor, es decir, con alguien que está condenado – o que es bendecido, depende de cómo lo miremos – a narrar a partir de su propia imaginación. Pero Nick, en esa frase, como en la primera de la novela cuando evoca un consejo de su padre (“cada vez que te sientas inclinado a criticar a alguien, ten presente que no todo el mundo ha tenido tus ventajas”), nos está empujando continuamente hacia el pasado. Los fines son múltiples, pero hay uno primordial: la historia de Jay Gatsby está hilvanada como una suerte de rompecabezas, es la historia de quien se fue rearmando, readaptando y, en consecuencia, lo mismo sucede con quien escribe (y lee) sobre él. Porque el lector nunca está exento de emplear toda esa información que se le provee para poder reacomodarla prolijamente. Claro que esto de armar el rompecabezas no es más que una utopía. Como toda la historia de Gatsby y esa luz verde que vendría a representar el Santo Grial (el futuro), una mujer (Daisy) y dos espacios en uno (el Este y el Oeste): “Gatsby creía en la luz verde, en el orgiástico futuro que año tras año se pone frente a nosotros”. Es una utopía porque, como está perfectamente descrito por Fitzgerald en una de esas emblemáticas fiestas, nadie puede, en efecto, conocer del todo a Gatsby, ya que él se nos pone delante como esa luz verde y a nosotros en la posición de ser quienes extendamos la mano para poder aprehenderla. Por eso, ese ir y venir encuentra su mayor literalidad en las celebraciones y su tesitura simbólica en los vaivenes temporales, no solo de Nick como narrador sino también en esos vaivenes de los cuales todos los personajes se encuentran presos. Daisy de un presente con el que no sabe lidiar, Gatsby de ese pánico por no poder recuperar ese lapso de cinco años, Nick oscilando entre un tiempo y otro al poner en palabras sus sentimientos y percepciones. Porque como escritor, Nick entra irremisiblemente en un espiral de seducción una vez que Gatsby se presenta, pero siempre logra detenerse a tiempo, como si buscara mantener el control de su propia obra: “[Gatsby] creía en uno como uno quisiera creer en sí mismo y aseguraba que se llevaba la mejor impresión que uno quisiera producir; al llegar a este punto, se desvaneció y me encontré frente a un elegante hombre de unos treinta y uno o treinta y dos años, cuya rebuscada oratoria llegaba al absurdo”. La apreciación de Nick es brillante, es la encarnación misma de la oscilación entre dos polaridades – toda la novela es una gran sucesión de oposiciones, de permanente sinestesia -, entre quien busca resguardar su opinión, volverla neutral, y entre quien es arrastrado hacia ese mundo, a esa mansión, a esas fiestas, como si siempre hubiese estado destinado a apagar las luces. “De súbito, pareció que el hallarme entre los últimos que se iban tenía para él un agradable significado, como si todo el tiempo lo hubiera estado deseando” expresa Nick sobre la primera impresión de Gatsby sobre él en ese contexto de fusión de rasgos, en esas celebraciones donde también la dicotomía es la reina madre, como dejan entrever las palabras de Joan: “las grandes fiestas me gustan, son tan íntimas, las fiestas íntimas carecen de intimidad”. A esa clase de ironías Fitzgerald las saca a relucir mediante períodos descriptivos cortos, usando el verbo “glide” para denotar movimiento, para que la Era del Jazz y su carencia de ataduras hable, también, sobre la musicalidad y, especialmente, sobre cómo el hombre está supeditado a moverse como un péndulo, por más que quiera huirle a esta conducta. Todos estamos atados a algún reloj. Nadie puede recuperar el tiempo perdido.

“He threw all those parties hoping she’d wander in one night”

Movimiento. Musicalidad. Descripciones concisas. Disrupciones. Heterogeneidad. Confluencia de estilos. (Con)Fusión. Pasión. Excesos. Drama. Tiempo. Pareciera que así como Nick era el último destinado a irse de la fiesta de Gatsby, Baz Luhrmann hubiese estado siempre destinado a añadir su nombre en los distintos grados de composición, en los variados procesos narrativos. Fitzgerald, autor de la novela. Nick, autor de la historia de Gatsby. Gatsby, el hombre que se crea a sí mismo. Luhrmann, el encargado de adaptar al cine ese primer proceso creativo. Antes que nada, hay que decir que esta nueva relectura de El gran Gatsby (la primera de Jack Clayton pierde brillo en contraposición, e incluso es injusto compararla por su diferente grado de aproximación a la obra) es, con sus falencias, un gran homenaje a la palabra escrita. En su afán por respetar verbatum la proliferación de aforismos de Fitzgerald (la mayoría de ellos emitidos por Nick: “soy una de las pocas personas honradas que he conocido”), Luhrmann y su co-guionista Craig Pearce toman la decisión de citar textualmente esos pasajes que son la columna vertebral de la novela, aquellos que complejizan a sus personajes, esos personajes que a simple vista parecen sencillos de definir (uno de los aspectos más fascinantes de la obra) pero que en realidad se convierten ellos mismos en ideogramas, en figuras estrictamente simbólicas, representativas de más de un idea. Por eso, cuando Luhrmann homenajea la palabra, lo hace desde ese estilo que más alto voló con Moulin Rouge!: el exceso, el ponernos ese desfile de ostentaciones frente a nuestras narices. El problema es que la historia de Satine y Christian estaba marcada por la universalidad, con un entramado más sencillo que le permitía al realizador tomar recursos para elevarla, para contar esa tragedia de amor en rojo. En El gran Gatsby, por el contrario, Luhrmann parece por momentos perdido en ese océano de ideogramas, y celebra a Fitzgerald fallando y triunfando en igual medida. Lo fallido, expuesto notoriamente en esa nieve de palabras, radica justamente en hablar de narración desde todos los ángulos, como si no supiéramos ya que El gran Gatsby es una novela sobre la observación de un escritor (Fitzgerald, pero también Nick), pero especialmente una sobre la creación. Por ende, no hay nada malo en enfatizar (es Luhrmann, sabemos que aceptar eso es condición sine qua non para disfrutar su cine), el problema es cuando el énfasis raya lo burdo. Es decir, no es tanto una falencia la única licencia narrativa evidente que se toma (el colocar a Nick en una institución para que esto opere como catálisis de su escritura), sino cuando en menos de quince minutos se dice dos veces la misma frase (“la escritura te puede calmar”), cuando se hace un primer plano de una lapicera sobre un papel, cuando las palabras caen literalmente del cielo. Allí no hay nada simbólico, como sí lo había en la narración de Fitzgerald. Allí hay mecanismos unidimensionales que dan cuenta de una complejidad, pero justamente obviando una evidente incompatibilidad en los modos. Porque la voz en off es necesaria, pero si está fusionada con un enfoque constante del rostro de Tobey Maguire mirando la acción (en una interpretación en piloto automático, casi impertérrita), entonces el punto (ese rasgo de observador de Nick sobre el que me refería al comienzo) se remarca de tantas formas que termina careciendo de sentido. Asimismo, en los momentos de melancolía, esa melancolía de la vida pautada que tan bien narra Fitzgerald, Luhrmann tampoco deja respirar al espectador. Un ejemplo de esto es la caminata de Nick por la mansión Gatsby luego del declive. Su paso cansino e increíblemente desolador por un lugar en pleno deterioro es retratado bellamente por Luhrmann, quien cuanto más debería reposar en la elocuencia de sus imágenes, le suma la reflexión de Nick en off: “Crucé la verja para contemplar aquel enorme e incoherente fracaso de mansión”. Lo que en el texto está hablando del esplendor de Gatsby ahora en ruinas (lo “incoherente” representando las dicotomías y el “fracaso”, el sueño quebrado), en la imagen misma, con esas palabras encima, no hay una unión armónica de los discursos, sino una cancelación de uno con otro, lo cual es una constante en toda la última hora del film, a medida que el halo de “grandeza” de Gatsby se va difuminando conforme a una sucesión de infortunios.

“I was within and without, simultaneously enchanted and repelled by the inexhaustible way of life”

Sin embargo, Luhrmann acierta en aquello donde más podíamos preverlo – sorprendiendo incluso, más allá de conocer su impronta autoral – y es en ese retrato de las polaridades, de las vertiginosas transiciones de un espacio a otro, de un estado al otro, especialmente cuando todo se funde en las fiestas. El Oeste, con su cohesión y homogeneidad; y el Este y su heterogeneidad devenida en decadencia. Pero Luhrmann también capta astutamente ese valle de las cenizas que está justo en el medio, haciendo circular a los autos cerca de ese cartel donde yacen unos ojos que todo lo observan (en contraposición con la limitada percepción de los personajes, en todas sus formas) y mostrando la analogía entre el consumismo y la adquisición de carácter, dos rasgos que van de la mano en la obra de Fitzgerald, y que en el film está representada, entre otras cosas, por ese collar que usa tanto Daisy como Myrtle – las dos mujeres en la vida de Tom Buchanan y, si lo pensamos, también en la vida de Gatsby -, uno que da sensación de poder, pero que eventualmente termina siendo arrancado, con sus perlas cayendo una por una al piso. Es en esos momentos donde la imaginación de Luhrmann no se vuelve contraproducente para la adaptación, en esos fugaces períodos donde el simbolismo es tan devastador como hermoso. Y si hablamos de mezcla de sensaciones, es imperativo detenernos en esas fiestas, en ese hincapié en las entradas y las salidas, ese ir y venir más superfluo que está hablando, en realidad, de un ir y venir más complejo (el del tiempo). “Hombres y mujeres iban y venían, semejantes a polillas, entre los susurros, el champagne y las estrellas”. El movimiento ya estaba en la prosa de Fitzgerald, pero en Luhrmann cobra, desde ya, otra dimensión. Los anacronismos funcionan porque “Young and Beautiful” de Lana Del Rey es, a su manera, otro símbolo, es una canción contemporánea que igualmente se ajusta a ese futuro orgiástico que persigue Gatsby (“will you still love me when I’m no longer young and beautiful?”). Los flappings de los vestidos están, la subyugación de Nick ante Gatsby también, la necesidad de compensar sentimientos de apatía, tedio y aburrimiento también, e incluso también la paradoja de que en “ese constante revoloteo de hombres, mujeres y máquinas” hay por debajo una “obsesionante soledad”. Quizás Luhrmann se exceda en mostrarlo a Leonardo DiCaprio en su ventana, solo, mirando la luz verde, o mirando a Nick y su evidente complicidad. Pero es justamente DiCaprio quien, en una actuación extraordinaria, representa el esplendor (esa primera entrada triunfal, esa sonrisa con la copa que sostiene en alto, siempre en alto), pero también el crepúsculo y posterior ocaso (la fragilidad, la forma en la que su idealismo se resquebraja ante la realidad del presente). DiCaprio subyuga como lo hace el Gatsby de la novela, convirtiéndonos a nosotros en Nick, atestiguando su  obstinación en volver el tiempo atrás o en adelantar la llegada del futuro. Si bien en pantalla el slapstick no contribuye a la fuerte carga simbólica que tiene el reencuentro entre Gatsby y Daisy – más bien le juega en contra -, Luhrmann entiende que el capítulo pendular de la novela (el quinto, el del medio, el del tiempo detenido) es aquel en el que su protagonista más expuesto y vulnerable se encuentra: en la casa de Nick, un espacio simultáneamente neutral y atemporal. Se trata de una escena que parece recargada (con el chiste recurrente sobre la cantidad de flores) pero que está lejos de serlo, convirtiéndose acaso en la más lograda de la película por cómo su director se sale de la zona de confort, de aquello que le sale de taquito. Aquí se lo muestra en dominio de un instante donde están todos los planteos de la obra fundidos a la par de los ojos de Gatsby y Daisy. Volvemos al romanticismo de Moulin Rouge!, a su cuota de tragedia (con la irrupción de la lluvia), pero ahora sin recargar las tintas, sin aditamentos, dejando que un acto (un objeto que se rompe) hable por sí solo.

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“Finalmente, el reloj supo aprovechar esta ocasión para oscilar peligrosamente bajo la presión de su cabeza”. Un reloj se cae. Gatsby intenta repararlo. Todo está dicho en ese instante, como si se tratara de una premonición a ese “no puedes repetir el pasado”. En los ojos melancólicos de DiCaprio se vislumbra ese deseo de anular esos cinco años perdidos. Excepto que no se puede. Porque aunque reaccione y corra “como un reloj con demasiada cuerda”, y arroje ropa sobre Daisy, le muestre su vasto y fastuoso mundo nuevo, el tiempo con Gatsby se mostrará igual de severo que con esa comida de las fiestas que luego debe tirarse, con ese alcohol cuyas burbujas empiezan a disiparse y con ese pasto perfectamente cortado que luego empezará a crecer. En DiCaprio están presentes todos esos rasgos de Gatsby, el de un hombre que se inventó una imagen de sí mismo para poder unir al acto con el pensamiento, orquestando operaciones, forzando las circunstancias. Gatsby quiere mirar hacia adelante, empecinado en reparar un reloj que ya estaba roto. Y ahí está la clave de todo. Nadie tiene la capacidad de detener el tiempo, ni de rebobinarlo una vez que el reloj cayó al piso, una vez que el collar perdió sus perlas. Porque en esa persecución del Santo Grial, podremos reinventarnos como se reinventó Gatsby, pero no podremos controlar las agujas, dominarlas a nuestro antojo, ni evitar ser arrastrados hacia el pasado (tiempo), por más que luchemos de manera incesante (movimiento) contra la corriente (espacio), como botes que reman hacia una luz inaprensible, hacia una ingenua concepción de tierra prometida. ◄ 

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► [ESCENA] “You can’t repeat the past”:

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► [DE YAPA] Un especial sobre el film de Luhrmann:

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► [PLAYLIST]: La banda sonora de la película:

El gran Gatsby Soundtrack by cinescalas on Grooveshark

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¿Ya vieron El gran Gatsby? ¿Qué les pareció esta nueva adaptación de la novela, a cargo de Baz Luhrmann? ¿Leyeron la obra de Fitzgerald? ¿Qué opinión tienen sobre ella? Los invito a dejar sus impresiones; ¡espero sus comentarios!

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